Ana observaba las tinieblas de las hojas caídas en el prado, insólita se preguntaba sobre aquellos colores otoñales que lograban engrandecer sus pupilas; sus manos, caricias marinas escarchadas revoloteaban al son del aire que a su vez despertaba su rostro, apacible y soñador.
Todo su cuerpo se desvanecía sobre su lugar de origen, la tierra madre que la engendró como a todos, seres vivientes en la lejanía terrestre que nos cultiva pese al desconocimiento de esta verdad; lo soñado le atravesaba de pies a cabeza, aquél lugar le transmitía todas las emociones que ella era capaz de sentir…el olor penetrante de las escaleras húmedas, que daban lugar a la cima de una colina donde habitaba una torre de gran poder energético, las piedras roídas, la cubierta del cielo entristecida y cargada de aguas tormentosas, sus pies descalzos…era todo lo que deseaba y necesitaba para existir, su pensamiento alejado de su cuerpo levitando sobre su cabeza: una naturaleza pura.
En aquél momento pudo comprender la realidad de su existencia sobre la inmensidad del universo, sostenida observando aquella preciada torre purificadora de auras donde infinitamente viviría.
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